Todas las empresas que conozco y muy especialmente desde hace pocos años, quizás coincidiendo con el nuevo siglo, afirman rotundamente que están orientadas al cliente y creo que además lo dicen con convicción, el problema está en cómo concretar ese deseo estratégico en auténtica realidad rentable.
Existe una cierta confusión entre las personas de la empresa que reciben mensajes contradictorios. Por un lado, les dicen que hay que tratar a todos los clientes igual. Por otro, les están diciendo que hay que segmentar la base de clientes para identificar a los más importantes y centrarse en ellos.
Existe una cierta confusión entre las personas de la empresa que reciben mensajes contradictorios. Por un lado, les dicen que hay que tratar a todos los clientes igual. Por otro, les están diciendo que hay que segmentar la base de clientes para identificar a los más importantes y centrarse en ellos.
Incluso algunas empresas instalan aplicaciones informáticas muy potentes y sofisticadas pensando que son la solución para eliminar esta confusión y así orientar a sus empleados; pero estas expectativas, según nos demuestran muchos estudios empíricos, no se alcanzan, creando mayor nivel de frustración en todos y comenzando la búsqueda de responsables y qué más fácil que culpar a la herramienta, que no puede protestar.
El problema no radica en la disfunción de la herramienta, pues la mayoría de ellas funcionan muy correctamente y pueden ser una ayuda magnífica para todas las empresas que de verdad quieran fidelizar a sus clientes valiosos; la solución debemos encontrarla actuando en el origen, esto es, la desorientación del empleado. No podemos resolverlo actuando sobre los efectos ya que esto nos lleva a una dinámica reactiva continua, donde muy lejos de generar valor, razón de ser de la empresa, sólo nos produce un consumo excesivo de recursos y la correspondiente frustración de clientes, empleados, directivos y accionistas.
La situación por tanto se puede resumir en que tenemos la intención y las herramientas para conseguir la fidelidad de los clientes valiosos, pero existe una desorientación sobre cómo y sobre quién actuar.
Lo primero que tenemos que hacer es ser precisos en la comunicación hacia los empleados, auténticos pilares de la fidelización de los clientes; hay que eliminar las posibles contradicciones. Así, cuando se dice que hay que tratar a todos los clientes por igual, creo que habría que perfeccionar el mensaje para crear una auténtica cultura sobre la que edificar el proceso de fidelización de los clientes, siendo el mensaje que hay que tratar de forma correcta, profesional y cálida a todos los clientes, pero que hay que reservar los recursos suficientes como para dar un trato preferencial a los clientes más valiosos.
Una vez inculcada esta base cultural en la empresa lo que hay que hacer a continuación es orientar a los empleados sobre quiénes son esos clientes valiosos, cómo identificarlos, cómo saber quiénes son.
Por ello debe distinguirse entre valor del cliente y rentabilidad del cliente. La mayoría de las empresas que segmentan a sus clientes lo hacen por criterios de rentabilidad individual, de tal forma que cuando se plantean los programas de fidelización, los esfuerzos se centran en los clientes que hacen más transacciones y de más volumen, en principio no parece que sea incorrecto, pero si pensamos en los objetivos reales de la fidelización, llegaremos a la conclusión de que puede ser un error, o más bien que hay que matizar el criterio de segmentación.
El cliente no puede ser considerado de forma individual. Todo cliente se relaciona con otros que son como él y por lo tanto que pueden ser potenciales clientes de nuestra empresa, y en esa relación, comenta las bondades y las frustraciones de sus relaciones profesionales, personales y comerciales, con lo que puede influir en las decisiones de los que se relacionan con él, algo que las empresas tienen que considerar y aprender a valorar, para tomar decisiones cada vez más precisas.
Muchas empresas actúan todavía en base a criterios anticuados en los que se considera sólo el nivel de ingresos que produce el cliente y preparan programas que denominan “de fidelización", premiando a los que más ingresos producen sin tener en cuenta los costes en los que incurre la empresa para conseguirlos y consecuentemente se da, más veces de lo que muchos piensan, la paradoja de que se premia a alguien que produce pérdidas.
Cuando las empresas piensan con mentalidad profesional del siglo XX, comienzan por evaluar la inversión que han tenido que realizar para conseguir un cliente, en definitiva, cuánto es el coste de adquisición de un cliente y luego preparan una cuenta de resultados individual de ese cliente, teniendo en cuenta los ingresos que genera y los costes en los que hay que incurrir para conseguirle y satisfacer sus necesidades y a partir de aquí preparan sus programas de Fidelización, premiando a los que más beneficios individuales les producen.
No cabe duda de que es una mejora, pero el mercado y la tipología de los clientes del siglo XXI exige algo más, que no es otra cosa que considerar al cliente en toda su magnitud, con miras amplias, considerando al cliente como un ser social, esto es que se relaciona e influyen en otros de su entorno.
Aquí es donde los criterios amplios de valor del cliente cobran su auténtica importancia, cuando estamos valorando a un cliente no sólo tenemos que contemplarte a él como ser individual, si bien tenemos que tratarle como si fuera el único cliente, tenemos que evaluarte por la suma de los beneficios directos que nos genera más los beneficios indirectos que también nos genera, fruto de su capacidad de influir en su entorno. Tenemos que evaluarle como suma de su rentabilidad y de su prescripción efectiva y todo ello multiplicado por el número de años durante los que estimamos va actuar como cliente activo.
Un ejercicio sobre valoración aplicando estos criterios amplios realizado en la empresa con los empleados, en mi experiencia, produce unos efectos tales que, siendo los empleados conscientes de las cifras que se pueden barajar con cada cliente y en cada transacción, se involucran en conseguir la satisfacción del cliente con lo que los programas de fidelización se concretan en una actuación continua y en una cultura de servicio permanente, obteniendo los clientes como premio, no puntos ni regalos, sino la plena resolución de sus problemas y la cobertura de sus necesidades y expectativas y los empleados la orientación que necesitaban para saber cómo tienen que atender a cada cliente.
La situación por tanto se puede resumir en que tenemos la intención y las herramientas para conseguir la fidelidad de los clientes valiosos, pero existe una desorientación sobre cómo y sobre quién actuar.
Lo primero que tenemos que hacer es ser precisos en la comunicación hacia los empleados, auténticos pilares de la fidelización de los clientes; hay que eliminar las posibles contradicciones. Así, cuando se dice que hay que tratar a todos los clientes por igual, creo que habría que perfeccionar el mensaje para crear una auténtica cultura sobre la que edificar el proceso de fidelización de los clientes, siendo el mensaje que hay que tratar de forma correcta, profesional y cálida a todos los clientes, pero que hay que reservar los recursos suficientes como para dar un trato preferencial a los clientes más valiosos.
Una vez inculcada esta base cultural en la empresa lo que hay que hacer a continuación es orientar a los empleados sobre quiénes son esos clientes valiosos, cómo identificarlos, cómo saber quiénes son.
Por ello debe distinguirse entre valor del cliente y rentabilidad del cliente. La mayoría de las empresas que segmentan a sus clientes lo hacen por criterios de rentabilidad individual, de tal forma que cuando se plantean los programas de fidelización, los esfuerzos se centran en los clientes que hacen más transacciones y de más volumen, en principio no parece que sea incorrecto, pero si pensamos en los objetivos reales de la fidelización, llegaremos a la conclusión de que puede ser un error, o más bien que hay que matizar el criterio de segmentación.
El cliente no puede ser considerado de forma individual. Todo cliente se relaciona con otros que son como él y por lo tanto que pueden ser potenciales clientes de nuestra empresa, y en esa relación, comenta las bondades y las frustraciones de sus relaciones profesionales, personales y comerciales, con lo que puede influir en las decisiones de los que se relacionan con él, algo que las empresas tienen que considerar y aprender a valorar, para tomar decisiones cada vez más precisas.
Muchas empresas actúan todavía en base a criterios anticuados en los que se considera sólo el nivel de ingresos que produce el cliente y preparan programas que denominan “de fidelización", premiando a los que más ingresos producen sin tener en cuenta los costes en los que incurre la empresa para conseguirlos y consecuentemente se da, más veces de lo que muchos piensan, la paradoja de que se premia a alguien que produce pérdidas.
Cuando las empresas piensan con mentalidad profesional del siglo XX, comienzan por evaluar la inversión que han tenido que realizar para conseguir un cliente, en definitiva, cuánto es el coste de adquisición de un cliente y luego preparan una cuenta de resultados individual de ese cliente, teniendo en cuenta los ingresos que genera y los costes en los que hay que incurrir para conseguirle y satisfacer sus necesidades y a partir de aquí preparan sus programas de Fidelización, premiando a los que más beneficios individuales les producen.
No cabe duda de que es una mejora, pero el mercado y la tipología de los clientes del siglo XXI exige algo más, que no es otra cosa que considerar al cliente en toda su magnitud, con miras amplias, considerando al cliente como un ser social, esto es que se relaciona e influyen en otros de su entorno.
Aquí es donde los criterios amplios de valor del cliente cobran su auténtica importancia, cuando estamos valorando a un cliente no sólo tenemos que contemplarte a él como ser individual, si bien tenemos que tratarle como si fuera el único cliente, tenemos que evaluarte por la suma de los beneficios directos que nos genera más los beneficios indirectos que también nos genera, fruto de su capacidad de influir en su entorno. Tenemos que evaluarle como suma de su rentabilidad y de su prescripción efectiva y todo ello multiplicado por el número de años durante los que estimamos va actuar como cliente activo.
Un ejercicio sobre valoración aplicando estos criterios amplios realizado en la empresa con los empleados, en mi experiencia, produce unos efectos tales que, siendo los empleados conscientes de las cifras que se pueden barajar con cada cliente y en cada transacción, se involucran en conseguir la satisfacción del cliente con lo que los programas de fidelización se concretan en una actuación continua y en una cultura de servicio permanente, obteniendo los clientes como premio, no puntos ni regalos, sino la plena resolución de sus problemas y la cobertura de sus necesidades y expectativas y los empleados la orientación que necesitaban para saber cómo tienen que atender a cada cliente.
Félix Cuesta Fernández
Ponente de Thinking Heads
Presidente Centro Virtual de Asesoramiento Empresarial