El idioma, un arma de doble filo, según dónde…

Admiro la variedad lingüística. Valoro la pluralidad idiomática. Me quito el sombrero ante quien sabe hablar varios idiomas y envidio a todo aquél que, desde la cuna, aprendió a expresarse en distintas lenguas. Me gusta que en nuestro país, tan pequeño en población, podamos hablar en cuatro idiomas oficiales, todos ellos enriquecedores para una cultura que encuentra en el habla uno de sus pilares fundamentales. Y defiendo, por encima de todo, la evolución de esas lenguas, el fomento de su calidad y su convivencia entre sí en nuestra sociedad, permitiendo una mayor riqueza en el lenguaje y mejorando la cultura de cada ciudadano.

Es necesario que se fomente el habla catalán en Cataluña, el gallego en Galicia y el euskera en el País Vasco. Es imprescindible que se impartan clases en castellano y en la lengua propia, sean las oficiales o los dialectos; que convivan los dos idiomas en la Administración Pública, y que se luche porque toda la población sea bilingüe. De esta manera, la lengua se convierte en una herramienta de libertad, en un pasaporte a todas partes. Permite conocer más mundo y mantener el crecimiento de la tradición propia. Y ésa esa la principal característica que debe tener un idioma: ser la llave que abra muchas puertas ahí fuera.

Sin embargo, parece que en este país hemos entendido mal la lección. Cuando pensábamos que se trataba de aumentar la libertad, en lugar de eso se restringe, aumentando las diferencias entre nosotros, haciendo del idioma una barrera universal. En vez de permitir una mejor convivencia entre los ciudadanos, procuramos que las diferencias se hagan aún mayores. Alimentamos los límites lejos de crear oportunidades.

Por todos es sabido que cualquier español que decida emprender un nuevo futuro laboral en Cataluña, por ejemplo, va a tener que lidiar con grandes obstáculos idiomáticos. O que un ciudadano valenciano puede optar a una oposición de Educación de toda España, pero no cualquier español puede hacerlo con las mismas oportunidades en Valencia, ya que allí se requiere una prueba de idioma aparte. Son pequeñas trabas que no hacen sino aumentar las diferencias entre todos nosotros.

Y por si todo esto no fuera poco, el problema se ha instalado en el Senado. 12.000 euros por sesión costará el sistema de traducciones que se ha impuesto, con el objetivo de que cada uno hable en su lengua materna. Como si el castellano no fuera una lengua común a todos ellos y sólo fuera el ogro que les impide evolucionar en su tradición. Se disfraza de “fomento de las distintas hablas en pro de una mayor cultura”, pero a mí me parece más un derroche en forma de concesión a los nacionalismos. Puede que desde el Senado se venda como una estrategia de Marketing, un lavado de cara para adaptarse a los tiempos, algo que no estaría nada mal si su precio fuera admisible, o si esta estrategia se llevara a todos los ámbitos. Pero no es así. Todos lo sabemos. Y si no, que le pregunten a cualquiera de las familias que intentan sobrevivir todo un año con algo menos de lo que cuesta una de esas traducciones en sólo una sesión parlamentaria…