Tenía ganas de escribir algo sobre el fenómeno Potter. La magia tiene estas cosas, que estira lo “inestirable”. Harry Potter es una colección de libros donde sus protagonistas no se ven amenazados por el tempo biológico – no en nuestras mentes – como tampoco a Tintín le salen arrugas desde allá los años veinte. Es el truco de la ficción.
Es el truco del hipnotismo tribal de ávidos lectores.
Pero cuando la cosa pasa al cine, resulta que unos pelillos allí, unas anatomías adultas allá, y a hacer piruetas para no romper el sueño colectivo, ese que hace de Hogwarts el Shangri-La de los de las varitas y las escobas. Pero parecemos tolerar el exceso, el equilibrismo y la churrera que no cesa…aún en su carrera imparable con el tiempo.
La razón no es el marketing, ni tampoco los libros de la Rowling. La única explicación posible la tiene la marca y su branding, sí, ese microchip que se nos inserta sin darnos cuenta, o si se prefiere, ese chute de no-se-sabe-qué pero que nos hace perdonar, consumir y desear aún-más.
Potter no es un niño-hombretón con gafas…es la magia adolescente, y la adolescencia no tiene fin, que siempre la queremos al lado.
Ese es el truco sin necesidad de pociones extrañas.
Tan fácil como encontrar la dosis justa. Tan difícil como colocarnos n-veces la misma o similar historia…
Pablo Martín Antoranz
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